Si soy puntual o
metódico, cada mañana el mismo mensaje publicitario que da la radio me acompaña
justamente en idéntico tramo del camino. Cuando la gran ciudad va quedando
atrás una suave voz femenina canta en inglés: me quedo con “lovely” y la
imaginación recrea un patio lleno de naranjos y una bailarina agita una
pandereta, mientras cae una suave lluvia de pétalos de rosa.
Ya se puede viajar
sin escalas desde Valencia a Estambul.
Y me veo en ese hipotético día en que me
dirijo a la agencia de viajes para contratar el vuelo y el hotel; o quizás a la
luz de una amable lámpara haciendo la reserva por internet con la tarjeta de
crédito preparada encima de la mesa; y desde la ventana del hotel contemplo el
gran templo de Santa Sofía y el Bósforo. Asia y Europa en una mirada. Y en
quién me acompañará en ese viaje.
Pero un coche se cruza para abandonar la
autovía en la siguiente salida, me hace frenar e imagino las tres luces rojas
de mi vehículo vistas desde atrás. Un ligero fastidio me habla de que habrá
muchos inconvenientes para volar a Estambul, que la indolencia me vencerá y que
ni siquiera iré a renovar mi pasaporte, y quizás nunca contemplaré las aguas
del Bósforo desde la habitación del Four Seasons Istanbul.