“Sigo.
Pasan los días, luminosos
a ras de
tierra, y sobre las colinas
ciegos de
altura insoportable, y bellos
igual que
un estertor de alondra nueva.”Canto del caminar. Claudio Rodríguez
Detenido ante la luz roja del semáforo para los peatones me pregunto cuánto tiempo hacía que no iba caminando al trabajo, o al lugar en que mis horas se ocupan.
Revolviendo en la
memoria, como en una vieja maleta, mientras decenas de coches fluyen
en torno a una monumental rotonda en todas direcciones, el recuerdo
también avanza y, tras décadas de desplazamiento en coche, tren,
metro o autobús, llego hasta el camino que hacía de mi casa al
colegio.
Busco en el navegador
esa ciudad remota y el itinerario que me ofrece no atraviesa la calle
de La Paz sino la de Diego Ramírez, mucho más ruidosa y transitada.
Mientras avanzo por las
calles del presente, tomo sin duda (desoyendo los consejos de Google)
la calle de La Paz, recta durante más de un kilómetro y con una
suave y prolongada cuesta que, a mitad de trayecto, te hace
contemplar desde la altura, toda su extensión.
En las mañanas de otoño
como esta, era bonito mirar hacia la derecha por las bocacalles, si
el camino era de ida. O hacia la izquierda, sobre las cinco y media
de la tarde, ya de regreso, y distinguir en la lejanía los mástiles
de los veleros dorados por el sol, atracados en el puerto deportivo.
O un carguero quizás, tras el muelle de Levante. Era como en La
isla de Arturo de Elsa Morante.
Ahora en el cielo hay
cirros, y no me importa prever, como si nada me afectara, los cúmulos
que vendrán a finales de febrero.
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