En mitad de la calle detuve un taxi. Indiqué al chofer la
dirección y me quedé pasmado mirando el tráfico y revisando mentalmente todas
las cosas que había hecho durante el día, las que me quedaban pendientes y las
que todavía haría.
Hacía tanto tiempo que no recorría esta avenida que me
sorprendieron sus tres carriles en un único sentido. Niños saliendo del colegio
con bocadillos en la mano, niñas con faldas de cuadros. El paso veloz del
vehículo en el cruce con otro gran bulevar. Ya queda menos. ¿Lo llevo todo? Sí,
lo llevas todo. Presta atención al salir del taxi no vayas a dejarte la cartera
o un billete de cincuenta. Todavía te queda alguno. Otro mensaje en el móvil.
Esto es el cuento de nunca acabar.
De
repente el taxi se aleja, me quedo quieto en mitad del asfalto y como un
milagro, como un recuerdo intenso de ese verano que no quiere concluir, la
superficie mágica del mar.
Lo habías olvidado: como concepto y como realidad. No
viniste para contemplarlo, ni siquiera te acordabas. Llegaste para realizar un
penoso trámite pero te has encontrado ese premio, el aire en la cara
proveniente del mar. Tu única patria, tu casa, tu hogar. El mar, la mar. Tantas
tardes en su orilla tenían que regresar algún día.