miércoles, 20 de noviembre de 2013

Habitación de hotel

    Me acusan de ser pesimista, de que siempre me pongo en el peor de los casos: en el vagón entran dos jóvenes con una maleta a la que sin miedo a equivocarnos podríamos calificar de inmensa. Un hombre les ayuda a subir la pesada valija y les advierte del peligro, pero ellas, optimistas y despreocupadas, le insisten en que por favor coloque el bulto en las alturas.
    Cuando el tren alcanza los trescientos kilómetros por hora intento relajarme mirando el paisaje. No hablaré, no pensaré nada, escribe Rimbaud. Atrás queda la Navidad con luces y sombras en el corazón. La Mancha en todo su esplendor una soleada tarde de invierno. Arriba, frente a mi mirada, el pesado fardo se tambalea en el transparente estante. Si cae, no será culpa mía. ¿Qué tengo que hacer? Levantarme y decirles que se va a caer, que por favor lo dejen en el suelo. ¿Pero tú de qué vas? Me contestarían tal vez. No seas plomo, hombre.
    A lo lejos, un pequeño núcleo de casas y un campanario en el centro. Me levanto y camino hacia la cafetería. De pie, la sensación de velocidad es mucho mayor. Me invade el ligero pánico que me sobreviene en los aviones cuando van a despegar. La culpa no es tuya si cae la maleta. Al fin y al cabo vas a pasar unos días a un hotel, a despreocuparte de todo, bastantes problemas has solucionado ya en tu casa. Sí, solucionado, porque te has tenido que enfadar, pero están resueltos. El cielo azul y los coches que parecen parados circulando por la autovía. Flechas blancas sobre fondo azul indicando salidas hacia pueblos cuyo nombre no puedes retener. Me acomodo en mi asiento. Vuelvo a mirar hacia las alturas. Cierro los ojos.
    De repente, un golpe seco. Un niño que comienza a llorar desconsolado. La animada conversación de las dos jóvenes se detiene. Nene, ¿te has hecho daño? Cuando menos se tiene que haber asustado al rondarle por la cabeza ese rígido bulto azul que nunca debió colocarse allí. 
    Definitivamente, me siento culpable. Vuelvo a incorporarme y entre las muchas cosas que podía haber hecho o dicho, opto por girarme y camino hacia la plataforma trasera, donde hace un poco más de fresco y el aire acondicionado no calienta tanto. En la cafetería, los pasajeros conversan o leen el periódico. El tren avanza por la terrible estepa castellana, al galope, con un pesimista asomado por la ventanilla, entre el coche diez y once. Quizás en el hotel, cuando vea el azulado reflejo del luminoso sobre las cristaleras del edificio vecino, consiga relajarme. Tal vez.