El
domingo pasado, mientras me afeitaba, una voz me interpeló: “¿hoy es treinta?”.
La pregunta me descolocó. Por unos segundos perdí la noción del tiempo y del
espacio. Sin embargo, me rehíce lo más rápido que pude y contesté: “¿treinta de
qué?” “Treinta de febrero”, me respondió la voz.
Pasé
la tarde recostado en el sofá, viendo cambiar los colores del cielo y
escuchando programas en France Culture sobre si es lícito triunfar en el
trabajo sin ser honesto o sobre los beneficios del olvido para seguir adelante,
soltando lastre.
Al
anochecer me invadió una cierta melancolía y pensé que cualquier cosa que
emprendiéramos, buena o mala, que pudiera producirnos satisfacción o amargura,
carecería de importancia en ese inexistente día del treinta de febrero.