¿Puede
realmente pedirte un libro que lo leas? Esa es la sensación que me
queda cuando a principios de otoño no pude sino retirar suavemente
de la estantería El libro negro
de Pamuk, sostenerlo entre las manos, ponerme las gafas, sentarme en
el sillón y empezar a deambular por las calles de Estambul, que tantas
coincidencias sugiere con respecto a mi ciudad natal y que, una vez más,
me plantea la cuestión de esta identidad europea que tan sumisamente hemos
adquirido.
El
protagonista busca sin éxito durante toda la novela a Rüya, su
amada prima que un día de la lejana adolescencia llegó desde el
Magreb a Estambul y hace apenas unas horas se ha marchado de casa
inesperadamente.
Estambul
y las luminosas islas del Egeo parecen confundirse ahora. Hace pocos
días escuché a ese poeta, ajado por los años, que afirmaba que
se encontraba dispuesto para la partida, para reunirse por fin con
su musa, con esa imagen de la juventud tantas veces evocada.
Quizás
el libro me preparaba para la fría mañana de hoy en que, escuchando
So long Marianne a bordo de un autobús que cruza el puente de
Gálata, comprendiera que Rüya y Marianne son, en
definitiva, la misma mujer.