He querido conservar
entre los papeles que llevo a bordo una recopilación del cuaderno de
campo de aquellos astrónomos aficionados que, desafiando el frío de
las noches de otoño a la intemperie, recorrían con sus pesados
binoculares 20x80 la constelación de Acuario, saltando de Sadalsuud
a Sadalmelik. Bajaban luego hasta Lambda Aquarii para finalmente girar
unos grados hacia el Este y cerciorarse a través de las magnitudes
de brillo, que previamente habían comprobado en su ordenador, que lo
que estaban viendo era la estrella Fi Aquarii.
Aquel divertimento de
dilettante era simplemente para imaginar que, en visión aparente
desde la Tierra, muy cerca de Fi Aquarii, sobre la eclíptica, se
encontraría Trappist-1, ese astro en torno al cual la extinta NASA
anunció que podría haber planetas con posibilidad de albergar vida.
Desde la ventanilla veo
ahora la Tierra, haciéndose cada vez más pequeña a causa de la
endiablada aceleración de este ingenio tecnológico. Y la única
palabra que me viene a la cabeza es velocidad.
Guardo en un dispositivo
móvil las novelas que leía mi abuelo sobre sentimientos, reproches,
malentendidos, traiciones, frustraciones, asesinatos y hasta
adulterios. Se me representa todo como el recuerdo de una
civilización imperfecta que todavía mataba en nombre de dios, de un
Dios con mayúscula que, en los últimos tiempos antes de la Gran
Transformación, no trajo más que problemas y confusión.
Ahora no es ni siquiera
la Fuerza de aquella saga galáctica, con la que tanto me divertí en
la infancia, la que nos acompaña.
Somos lo más parecido a
aquellos transhumanos propuestos a inicios del siglo XXI, y en
nuestra alma (romántico arcaísmo que me encanta utilizar) tenemos
grabada la palabra FUTURO.