martes, 28 de noviembre de 2017

Fi Aquarii

    He querido conservar entre los papeles que llevo a bordo una recopilación del cuaderno de campo de aquellos astrónomos aficionados que, desafiando el frío de las noches de otoño a la intemperie, recorrían con sus pesados binoculares 20x80 la constelación de Acuario, saltando de Sadalsuud a Sadalmelik. Bajaban luego hasta Lambda Aquarii para finalmente girar unos grados hacia el Este y cerciorarse a través de las magnitudes de brillo, que previamente habían comprobado en su ordenador, que lo que estaban viendo era la estrella Fi Aquarii.
    Aquel divertimento de dilettante era simplemente para imaginar que, en visión aparente desde la Tierra, muy cerca de Fi Aquarii, sobre la eclíptica, se encontraría Trappist-1, ese astro en torno al cual la extinta NASA anunció que podría haber planetas con posibilidad de albergar vida.
    Desde la ventanilla veo ahora la Tierra, haciéndose cada vez más pequeña a causa de la endiablada aceleración de este ingenio tecnológico. Y la única palabra que me viene a la cabeza es velocidad.
    Guardo en un dispositivo móvil las novelas que leía mi abuelo sobre sentimientos, reproches, malentendidos, traiciones, frustraciones, asesinatos y hasta adulterios. Se me representa todo como el recuerdo de una civilización imperfecta que todavía mataba en nombre de dios, de un Dios con mayúscula que, en los últimos tiempos antes de la Gran Transformación, no trajo más que problemas y confusión.
    Ahora no es ni siquiera la Fuerza de aquella saga galáctica, con la que tanto me divertí en la infancia, la que nos acompaña.
    Somos lo más parecido a aquellos transhumanos propuestos a inicios del siglo XXI, y en nuestra alma (romántico arcaísmo que me encanta utilizar) tenemos grabada la palabra FUTURO.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Ligereza


Sigo. Pasan los días, luminosos
a ras de tierra, y sobre las colinas
ciegos de altura insoportable, y bellos
igual que un estertor de alondra nueva.”

Canto del caminar. Claudio Rodríguez

    Detenido ante la luz roja del semáforo para los peatones me pregunto cuánto tiempo hacía que no iba caminando al trabajo, o al lugar en que mis horas se ocupan.
    Revolviendo en la memoria, como en una vieja maleta, mientras decenas de coches fluyen en torno a una monumental rotonda en todas direcciones, el recuerdo también avanza y, tras décadas de desplazamiento en coche, tren, metro o autobús, llego hasta el camino que hacía de mi casa al colegio.
    Busco en el navegador esa ciudad remota y el itinerario que me ofrece no atraviesa la calle de La Paz sino la de Diego Ramírez, mucho más ruidosa y transitada.
    Mientras avanzo por las calles del presente, tomo sin duda (desoyendo los consejos de Google) la calle de La Paz, recta durante más de un kilómetro y con una suave y prolongada cuesta que, a mitad de trayecto, te hace contemplar desde la altura, toda su extensión.
    En las mañanas de otoño como esta, era bonito mirar hacia la derecha por las bocacalles, si el camino era de ida. O hacia la izquierda, sobre las cinco y media de la tarde, ya de regreso, y distinguir en la lejanía los mástiles de los veleros dorados por el sol, atracados en el puerto deportivo. O un carguero quizás, tras el muelle de Levante. Era como en La isla de Arturo de Elsa Morante.
     Ahora en el cielo hay cirros, y no me importa prever, como si nada me afectara, los cúmulos que vendrán a finales de febrero.