En
Rai Radio 3 escucho un programa que se llama Fahrenheit,
sin duda en referencia a la novela distópica de Ray Bradbury
Fahrenheit 451,
que algunos años después François Truffaut llevaría
al cine.
El
programa comienza hacia las tres de la tarde y habla sobre libros y
todo lo que pueda estar relacionado con ellos: hay oyentes que buscan
libros descatalogados que, otros oyentes que ya no los necesitan,
regalan de manera altruista. Hay también un concurso en que, a
partir de un pequeño fragmento se debe adivinar el título de la
obra. Confieso que ha habido ocasiones en que lo he acertado.
No
hace muchos días uno de los programas trataba de cómo está
cambiando la lengua italiana. Entre la lista de palabras que algunos
oyentes señalaban en desuso, apareció “irrisorio”.
Aunque
la temperatura a la que arde el papel sea precisamente a 451 grados
Fahrenheit, el hilo de la memoria recorre unos caminos que, a
priori, no están trazados en ningún sitio: esquiva el fuego y todo
tipo de inconvenientes materiales.
De
repente, me trasladé a agosto de 1998, al hall del Hotel
Angloamericano, muy cerca de la plaza del Tritone, en Roma. Una
tarde soleada llena de expectativas.
¿Fue
quizás aquel recepcionista que nos indicaba el precio de las
entradas para un concierto de piano junto al teatro di Marcello, uno
de los pocos que, ya por aquel entonces, utilizaba aquel adjetivo
olvidado hoy por los hablantes?
Y
es así como las palabras y los libros te llevan de un sitio a otro
sin aparente motivo; yo ahora pienso, por ejemplo, en un cuento de
Borges llamado Funes el
memorioso o en la
madeleine
de Proust. El programa ha cumplido su objetivo, mucho más incluso de
lo inicialmente planeado, estoy seguro.