jueves, 2 de mayo de 2019

La espera

    Cualquiera debería poder decir: “estuve cinco días de abril en la Provenza”. Cuando el grupo abandonaba la Place de la République de Arlés en dirección al anfiteatro romano, un transeúnte me interpeló para preguntarme si yo era el guía; “no exactamente”, le respondí. 
    Tras alabar el monumento de su ciudad comparándolo con el de Nîmes, la última nube que había en el cielo dejó por fin salir el sol y el arlesiano concluyó su argumentación diciendo que el anfiteatro de Arlés era “plus flamboyant”, más vistoso, más llamativo. Me despidió con un gentil saludo y me invitó a que yo reflexionara si él decía la verdad o tenía razón.
    Me senté en lo más alto de las gradas romanas y vi a lo lejos los pinos, cipreses y olivos que nos habían de acompañar durante el trayecto hasta Marsella. El adjetivo “flamboyant” seguía flotando en el aire.
    Llegamos a la zona del viejo puerto sobre las cuatro y media de la tarde. Parecía que la tormenta del camino se alejaba por fin y, un hecho banal, como pudiera ser la larga espera que el grupo tuvo que realizar porque hacía dos horas que habíamos comido y todo el mundo necesitaba ir al aseo, me permitió sentarme en las escalinatas de la catedral sin un compromiso inminente: ante mí la bahía y por fin, otra vez el mar azul.
    La amable conversación con la anciana dama que unos minutos antes nos había explicado cómo funcionaban los aseos públicos de Marsella, el hecho de que me preguntara si yo trabajaba en un centro de actividades culturales y deportivas de la ciudad; el acento árabe al hablar francés de otros caminantes a los que pregunté antes de encontrar los aseos, seguido por una masa de adolescentes en apuros. Los que jugaban a la petanca nos decían que nos metiéramos en la catedral mientras alzaban los hombros: todo ello provocó en mí una cierta ensoñación cuando pude relajarme, una vez las chicas y los chicos hacían sus necesidades. E iba para largo, pues tenían que entrar en el habitáculo en grupos de tres o cuatro, ya que cada vez que la puerta se abría, el mecanismo de limpieza duraba unos cinco minutos. 
    El guía de verdad estaba exasperado por todo el tiempo que estábamos perdiendo y todas las cosas que íbamos a dejar de ver. Llegó incluso a discutir con una de las jóvenes y pude escuchar alguna palabra malsonante entre ellos.
    Y en esa bahía y en esa gente amable del sur, un tanto indolente, creí reconocerme una vez más, mientras en una nube se podía leer con letras bien claras: flamboyant.