Cualquiera debería poder
decir: “estuve cinco días de abril en la Provenza”. Cuando el
grupo abandonaba la Place de la République de Arlés en dirección
al anfiteatro romano, un transeúnte me interpeló para preguntarme
si yo era el guía; “no exactamente”, le respondí.
Tras alabar
el monumento de su ciudad comparándolo con el de Nîmes, la última
nube que había en el cielo dejó por fin salir el sol y el arlesiano
concluyó su argumentación diciendo que el anfiteatro de Arlés era
“plus flamboyant”, más vistoso, más llamativo. Me despidió con
un gentil saludo y me invitó a que yo reflexionara si él decía la
verdad o tenía razón.
Me senté en lo más
alto de las gradas romanas y vi a lo lejos los pinos, cipreses y
olivos que nos habían de acompañar durante el trayecto hasta
Marsella. El adjetivo “flamboyant” seguía flotando en el aire.
Llegamos a la zona del
viejo puerto sobre las cuatro y media de la tarde. Parecía que la
tormenta del camino se alejaba por fin y, un hecho banal, como
pudiera ser la larga espera que el grupo tuvo que realizar porque
hacía dos horas que habíamos comido y todo el mundo necesitaba ir
al aseo, me permitió sentarme en las escalinatas de la catedral sin
un compromiso inminente: ante mí la bahía y por fin, otra vez el mar
azul.
La amable conversación
con la anciana dama que unos minutos antes nos había explicado cómo
funcionaban los aseos públicos de Marsella, el hecho de que me
preguntara si yo trabajaba en un centro de actividades culturales y
deportivas de la ciudad; el acento árabe al hablar francés de otros caminantes a los que pregunté antes de encontrar los aseos,
seguido por una masa de adolescentes en apuros. Los que jugaban a la
petanca nos decían que nos metiéramos en la catedral mientras
alzaban los hombros: todo ello provocó en mí una cierta ensoñación
cuando pude relajarme, una vez las chicas y los chicos hacían sus
necesidades. E iba para largo, pues tenían que entrar en el
habitáculo en grupos de tres o cuatro, ya que cada vez que la puerta
se abría, el mecanismo de limpieza duraba unos cinco minutos.
El
guía de verdad estaba exasperado por todo el tiempo que estábamos
perdiendo y todas las cosas que íbamos a dejar de ver. Llegó
incluso a discutir con una de las jóvenes y pude escuchar alguna
palabra malsonante entre ellos.
Y en esa bahía y en esa
gente amable del sur, un tanto indolente, creí reconocerme una vez
más, mientras en una nube se podía leer con letras bien
claras: flamboyant.