Por fin he podido dejar
atrás la ciudad en la que vivo y trabajo y, como siempre hago, he
buscado el mar, otro mar, quizás más limpio y sobre todo, más
lejano.
En el recoleto paseo
marítimo, al atardecer, sobre un fondo de palmeras simétricamente
alineadas se dibujan cuatro mujeres musulmanas que cubren su cabeza
con el hiyab y, tras ellas, en lontananza, la mole flotante del
castillo de Peñíscola.
Esta visión se hubiera
quedado ahí, pero mi imaginación ya se había despertado un poco
antes, cuando un hombre árabe, sentado en unas rocas frente a la
playa, miraba hacia el mar: “igual que Odiseo en la isla de
Calipso”; me repito una y otra vez mientras trato de no perder el
hilo de la conversación que mantengo con mi acompañante.
Así, me he sentido
parte otra vez de esa comunidad de sentimientos que es el mar
Mediterráneo, mucho más fuerte que mi pertenencia a la Europa
continental, y por un instante, he creído estar ailleurs,
en otro lugar, en otra parte, quizás en Alejandría, divisando la
ciudadela de Qaitbay.