Aunque
fuese domingo por la tarde, y el domingo ya se sabe, se está como de guardia, a
la espera de lo que deparará el terrible lunes; salió a correr un rato. El sol
se aproximaba a las terrazas de los edificios. Como siempre, llegó hasta la
señal de tráfico de costumbre, le dio una palmada y regresó sobre sus pasos. A
la ida se lo había cruzado, y ahora, de regreso, volvió a ver al crío que ya no
tenía edad para ir en carrito; demasiado ancho. Apenas si distinguió un bonito
corte de pelo, bien peinado por su madre con la raya a un lado. Debía de ser un
niño guapo. Una criatura que miraba hacia el mismo horizonte que el corredor:
campos y huertos y más a lo lejos, la carretera y la ciudad.
El
deportista siguió su camino y dejó atrás al niño con la raya al lado. Y un
cansancio infinito le sobrevino por un segundo. Creyó que se detendría, que se
pararía allí mismo y que no podría correr nunca más. Pero sin saber por qué, continuó con su carrera, completó el recorrido, se duchó y cenó. Y poco antes
de la medianoche sostuvo en sus brazos a otro niño al que le mostró sobre el
horizonte la triste luna menguante del recién estrenado otoño.