viernes, 28 de febrero de 2014

Iluminaciones

         “Uno va a Venecia a encontrarse con lo que se supone que en el fondo es, y, por eso, en esa ciudad, cuando alguien señala con el índice los caballos de San Marco, o la gris arquería de la plaza, indefectiblemente hay que leer su gesto al revés: señala hacia el paisaje que lleva dentro y que los demás no han sabido descubrir.”

    De las ciudades que he visitado en Italia, nunca me obsesionó Venecia. Es cierto que cuando abandoné Florencia por primera vez compré un inmenso poster de la Piazza della Signoria que pegué al viejo armario de la casa familiar que ya no existe (cuántas cosas tiré que hoy me gustaría recuperar). Cuando la luz de la luna entraba en la habitación yo imaginaba estar en un hotel frente a la espigada torre. 
    Con las cúpulas de Roma soñé muchas noches. Nápoles me sedujo. Reggio Calabria la divisé desde la cubierta de un barco. Brescia acabó conmigo. 
    Sin embargo, leyendo estos días este exquisito fragmento del Mediterráneos de Rafael Chirbes con el que inicio el post, me vino de repente un tropel de imágenes de aquella mañana de agosto de 1989, en que tante Marguerite me mostraba el mundo. 
    Llegué a la Plaza de San Marcos tras atravesar las asfixiantes callejuelas que la envuelven. Cuando me detuve ante esas grises arquerías, dirigí mi mirada al cielo y en las nubes que allí había reconocí algo familiar, ¿un cuadro de Canaletto o remembranzas de mi ciudad natal? (a cientos de kilómetros pero asomada al mismo mar). 
    En cualquier caso, lo que yo aguardaba sin saberlo era leer el texto de Chirbes veintidós años después, el cual da sentido y glorifica aquella mañana veneciana.

domingo, 2 de febrero de 2014

Minuto de silencio en el estadio

    Desde lo alto de la grada de Orriols, en el estadio Ciutat de València, si uno alza la vista, detrás de la portería contraria, puede ver las torres de la fachada de san Miguel de los Reyes, doradas por el sol de la tarde y la cúpula azul, resplandeciente por encima de los campos de l’Horta Nord. 
    La reina Germana de Foix tuvo la idea de levantar ahí un monasterio para ser enterrada junto a su marido, el duque de Calabria. El aire, que viene desde el sur, no es frío y en el cielo, las nubes algodonadas hacen pensar en otra estación del año.
     Las banderas de los veinte equipos que componen la Liga ondean a media asta. Me hubiera gustado ser el operario que así las ha colocado, ocioso en una indolente tarde de sábado. A las dieciocho horas el árbitro pita con su silbato y todo el estadio se pone en pie. 
    Los jugadores de ambos equipos, insignificantes ante tanta belleza, cogidos por los hombros y cabizbajos en el círculo central, contrastan con los colores de sus camisetas sobre el verde césped.
     Delante de mí dos niños de unos siete años juegan a lanzarse palomitas y se pasan un enorme vaso de coca-cola, ajenos al silencio de la gente. Una hoz de luna creciente despunta sobre los edificios, y un poco más abajo, casi tocando las antenas, Mercurio, el mensajero de los dioses.
     Allá enfrente, la fachada barroca con el arcángel justiciero. La reina Germana de Foix y el duque de Calabria. Silencio.