“Uno
va a Venecia a encontrarse con lo que se supone que en el fondo es, y, por eso,
en esa ciudad, cuando alguien señala con el índice los caballos de San Marco, o
la gris arquería de la plaza, indefectiblemente hay que leer su gesto al revés:
señala hacia el paisaje que lleva dentro y que los demás no han sabido
descubrir.”
De las ciudades
que he visitado en Italia, nunca me obsesionó Venecia. Es cierto que cuando
abandoné Florencia por primera vez compré un inmenso poster de la Piazza della
Signoria que pegué al viejo armario de la casa familiar que ya no existe
(cuántas cosas tiré que hoy me gustaría recuperar). Cuando la luz de la luna
entraba en la habitación yo imaginaba estar en un hotel frente a la espigada
torre.
Con las cúpulas de Roma soñé muchas noches. Nápoles me sedujo. Reggio
Calabria la divisé desde la cubierta de un barco. Brescia acabó conmigo.
Sin
embargo, leyendo estos días este exquisito fragmento del Mediterráneos
de Rafael Chirbes con el que inicio el post, me vino de repente un tropel de
imágenes de aquella mañana de agosto de 1989, en que tante Marguerite me
mostraba el mundo.
Llegué a la Plaza de San Marcos tras atravesar las
asfixiantes callejuelas que la envuelven. Cuando me detuve ante esas grises
arquerías, dirigí mi mirada al cielo y en las nubes que allí había reconocí
algo familiar, ¿un cuadro de Canaletto o remembranzas de mi ciudad natal? (a
cientos de kilómetros pero asomada al mismo mar).
En cualquier caso, lo que yo
aguardaba sin saberlo era leer el texto de Chirbes veintidós años después, el
cual da sentido y glorifica aquella mañana veneciana.