Desde
lo alto de la grada de Orriols, en el estadio Ciutat de València, si uno alza la vista, detrás de la portería
contraria, puede ver las torres de la fachada de san Miguel de los Reyes,
doradas por el sol de la tarde y la cúpula azul, resplandeciente por encima de
los campos de l’Horta Nord.
La reina Germana de Foix tuvo la idea de levantar
ahí un monasterio para ser enterrada junto a su marido, el duque de Calabria. El
aire, que viene desde el sur, no es frío y en el cielo, las nubes algodonadas hacen
pensar en otra estación del año.
Las
banderas de los veinte equipos que componen la Liga ondean a media asta. Me
hubiera gustado ser el operario que así las ha colocado, ocioso en una
indolente tarde de sábado. A las dieciocho horas el árbitro pita con su silbato
y todo el estadio se pone en pie.
Los jugadores de ambos equipos,
insignificantes ante tanta belleza, cogidos por los hombros y cabizbajos en el
círculo central, contrastan con los colores de sus camisetas sobre el verde
césped.
Delante
de mí dos niños de unos siete años juegan a lanzarse palomitas y se pasan un
enorme vaso de coca-cola, ajenos al silencio de la gente. Una hoz de luna
creciente despunta sobre los edificios, y un poco más abajo, casi tocando las antenas, Mercurio, el mensajero de
los dioses.
Allá
enfrente, la fachada barroca con el arcángel justiciero. La reina Germana de
Foix y el duque de Calabria. Silencio.
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