Anne
Rochet era profesora de español en Agen, al sudoeste de Francia. Parece que aun
la veo en la luz cálida del salón, en la amable conversación que se estableció
entre su marido, su hermosa hija, el asistente de conversación inglés, James,
gran jugador de rugby, y yo mismo.
Fue
ella la primera a la que escuché recrearse en el proyecto de un viaje, los
preliminares durante los meses anteriores y la contemplación posterior de las
vivencias experimentadas. Era agradable aquella gente y podía dilatar la
conversación hasta extremos insospechados, siempre interesantes. Era también
noviembre, por el centro del brumoso Agen no había nadie a las horas en que la
velada se acabó. Salieron los tres a despedirnos hasta el umbral de la puerta.
Y
es ahora que miro en mi cuaderno de viajes y leo una de las anotaciones hechas
sobre Berlín en el jueves 7 de agosto: “paseo de noche por la isla de los
museos, cerca de donde la gente bailaba iluminada por farolillos de colores.
Casi luna llena.”
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