viernes, 8 de julio de 2016

El lector que nunca disparó

     Cuando ascendí del parking la luz del mediodía de verano me cegó unos instantes pero frente a mí distinguí la esbelta y blanca silueta del antiguo edificio del Casino, su arquitectura modernista y sus espigadas columnas coronadas por arcos de estilo árabe. Los toldos ligeramente caídos, flameando ante la leve brisa marina.
    Me acordé de mi abuelo, sentado en la cocina de una ciudad lejana, con su vaso de vino encima de la mesa y de aquella historia del falangista que llegó herido tras la guerra pero que a él le confesó que, en realidad, ni era falangista ni nada, que pasó los últimos meses del conflicto escondido en un sótano de Madrid estudiando el papel que representaría cuando acabara todo, de cómo convertiría aquella cojera suya en herida de guerra.
    Imagino aquel hombre que utilizó el contrabando para traer a España el Aleph de Borges en 1949, apenas publicado en Argentina. Otra de sus tantas imposturas.
    Y lo veo sentado, triunfante, en la terraza del Casino, un día de verano como este, hojeando el volumen recién extraído del paquete, con la conciencia tranquila de no haber pegado un solo tiro en la guerra, mientras un camarero todo vestido de blanco le sirve un café en la hora de la siesta.
    Ahora camina por la playa, ha dejado su camisa azul doblada junto a las rocas, y repite de memoria frases del relato La casa de Asterión, en el que Borges hace hablar al Minotauro: “Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande;...”