Cuando
ascendí del parking la luz del mediodía de verano me cegó unos
instantes pero frente a mí
distinguí la esbelta y blanca silueta del antiguo edificio del
Casino, su arquitectura modernista y sus espigadas columnas coronadas
por arcos de estilo árabe. Los toldos ligeramente caídos, flameando
ante la leve brisa marina.
Me
acordé de mi abuelo, sentado en la cocina de una ciudad lejana, con
su vaso de vino encima de la mesa y de aquella historia del
falangista que llegó herido tras la guerra pero que a él le confesó
que, en realidad, ni era falangista ni nada, que pasó los últimos
meses del conflicto escondido en un sótano de Madrid estudiando el
papel que representaría cuando acabara todo, de cómo convertiría
aquella cojera suya en herida de guerra.
Imagino
aquel hombre que utilizó el contrabando para traer a España el
Aleph
de Borges en 1949, apenas publicado en Argentina. Otra de sus tantas
imposturas.
Y
lo veo sentado, triunfante, en la terraza del Casino, un día de verano como este, hojeando el volumen recién extraído del paquete,
con la conciencia tranquila de no haber pegado un solo tiro en la
guerra, mientras un camarero todo vestido de blanco le sirve un café
en la hora de la siesta.
Ahora
camina por la playa, ha dejado su camisa azul doblada junto a las
rocas, y repite de memoria frases del relato La
casa de Asterión, en
el que Borges hace hablar al Minotauro: “Las enojosas y triviales
minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para
lo grande;...”
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