Cansado y ajado por los
años como estoy, he pedido a mi mujer que saque una sábana para
ti. Está doblada en una silla a la entrada de casa, hoy que llueve
sobre esta reseca tierra como antaño nevó sobre la Irlanda de
Dublineses.
Esa tela me arropó en
su día, y en las noches de verano noté su tacto suave que ahora te
acompañará en la eternidad, mi gran antagonista. Todo lo que tú no
supiste realizar se quedó suspendido en el aire para que otro lo
tomara y, si en aquel lejano tiempo de la juventud imaginé como Aquiles respecto a Héctor, que
no todo te tendría que salir bien, que yo tendría una oportunidad,
jamás atisbé un final así: ni tu mujer ni tus hijos irán a
despedirte; ni siquiera ese cuñado, que en nombre de la moral
siempre denunció a sus adversarios políticos, tendrá un postrero
gesto de humanidad para ti.
Guarda tranquilo la
pulsera que alguien me pidió que retirara de tu muñeca, ni yo ni
nadie perpetrará esa vileza: con ella podrás pagar al barquero que
te conduzca al otro lado de la laguna.
Esta gris claridad da un
tono inesperado a la plegada sábana, que ahora contemplo, atónito. Mientras tanto, cae la lluvia “lánguidamente, sobre todos los vivos y
los muertos.”
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