Decía
Jacques Lacan que la peor lengua para realizar el psicoanálisis era
el inglés. Hoy en día esa afirmación puede sonar a tantas otras
que el siglo XX produjo de forma gratuita.
Las
Erinias eran unas deidades de la antigua Grecia que perseguían
especialmente a los que cometían un crimen en el seno de la familia:
castigaron con la esquizofrenia y el insomnio a Orestes cuando mató
a su madre, Clitemnestra.
El
adjetivo que más se usa para Ulises, el héroe de la Odisea, es
talasífronos; literalmente
el que tiene entendimiento o mantiene la calma cuando padece.
Voy
a permitirme contradecir a Lacan: James Joyce realizó con la
escritura del Ulises
un profundo psicoanálisis, no solo personal sino también del hombre
contemporáneo, previo a la época de internet (pues los matices de
nuestra interioridad han mutado con las nuevas tecnologías, ya no
somos los mismos sujetos que los de antaño).
Siguiendo
el hilo del médico psiquiatra, si algún día pudiera elegir una
lengua para adentrarme en el psicoanálisis, elegiría sin duda el
griego clásico.
Cuando
en el cielo azul del verano, tumbado sobre la arena de la playa, veo
las líneas blancas que los aviones dejan en el aire, me gustan las
que sugieren la letra alfa. Pienso entonces en la palabra anábasis,
que significa “subida, ascensión, expedición hacia el interior”:
¿De dónde?, ¿Del territorio o de uno mismo?, ¿De un lugar real o
de uno figurado?
Y
así me inicio en el viaje interior que, como muchos saben, es el
único en el que vale la pena aventurarse.
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