Todo lo que escucho de interesante me llega a través de la radio, pareciera como si la interacción significativa con el resto de seres humanos se hubiera acabado para mí, o las imágenes me saturaran. No soporto ver las noticias en televisión.
En la profunda noche llegó la pregunta: “¿debe ser nuestra patria un estado o nación, o quizás pueda estar en otro sitio?”
Hubo muchas respuestas, yo también pensé en una. Mi patria puede hallarse en las bibliotecas: en la Pública de Amsterdam, en la Joanot Martorell de Valencia, o en la García Márquez de Barcelona.
Cuando en el trabajo nos reunimos, todos hablan, presa de una enfermiza excitación, yo me aburro hasta el infinito, y si de vuelta a casa, caminando, coincido con el coordinador de la Comisión que nos ocupa y trato de comparar los hermanos ingleses que tenemos de alumnos con los Durrell, él pone cara de no entender lo que digo; y vuelve e insiste con los castigos y las sanciones, como si mis palabras hubieran sido lluvia, o la nieve del olvido de Dublineses, como si lo único que ese hombre pudiera hacer en sus ratos libres fuera mirar las cámaras de seguridad del instituto.
Es entonces cuando me revelo y desconecto yo también, me voy a La Biblioteca: “y no te reprocho que no seas Marcel Proust, pero por favor, una conversación más motivadora sí que podrías tener”. Le interpelo mentalmente.
A nuestra derecha, en el norte azul siempre hay esponjosas nubes blancas sobre la línea de horizonte. Avanzamos por una gran explanada desde donde se divisa la rotonda de entrada a la ciudad. Allí se separarán, por fin, nuestros caminos. Él se adentrará en conexiones cerebrales para mí insospechadas, y yo trataré de no caer en el Lado Oscuro de la Fuerza.
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