Viajar
en verano conlleva una serie de penalidades que van en aumento si el recorrido
es por el Mediterráneo. Al penoso proceso de facturación de equipajes en los
aeropuertos seguirán las dudas razonables sobre el destino de estos, para por
fin encontrar en las ciudades escogidas muchedumbres de turistas que como yo
buscan un lugar al sol.
Sin
embargo hay momentos, instantes, segundos quizás que justifican todo el
ajetreo. Llegué en barco a Atenas la mañana del catorce de agosto. Desde el mar,
cientos de lucecitas destellaban en las terrazas de los edificios. El regateo
con los taxistas que habían de llevarme al barrio de Plaka se sostuvo con mi pobre
inglés, pero al final hubo acuerdo. El mediodía llegó y el dios Apolo lograba
colarse por las telas que a modo de toldos había instaladas en la puertas de
bazares y restaurantes. Me senté a comer de espaldas a la calle sintiendo el
rumor y el calor de decenas de personas que deambulaban por los estrechos
espacios que mesas, sillas y multitud dejaban expeditos. De repente, un
vendedor exclamó algo, su voz se levantó sobre el resto y un escalofrío
recorrió mi alma: no estaba donde
realmente estaba sino miles de kilómetros más hacia el este.
El
grito me condujo a mi trayecto de los días anteriores. ¿Fueron quizás las
cúpulas de san Marco, en Venecia? ¿Fue la exposición de arte bizantino en
Corfú? ¿Fue el descubrir en Bari que san Nicolás era de origen turco? ¿O
simplemente el regateo por el precio con los taxistas? ¿Qué fue lo que provocó
que la llamada de aquel mercader me transportara tan lejos? Sin duda lo pensaré
durante un tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario