viernes, 5 de julio de 2013

A las puertas de Asia

   Viajar en verano conlleva una serie de penalidades que van en aumento si el recorrido es por el Mediterráneo. Al penoso proceso de facturación de equipajes en los aeropuertos seguirán las dudas razonables sobre el destino de estos, para por fin encontrar en las ciudades escogidas muchedumbres de turistas que como yo buscan un lugar al sol.
    Sin embargo hay momentos, instantes, segundos quizás que justifican todo el ajetreo. Llegué en barco a Atenas la mañana del catorce de agosto. Desde el mar, cientos de lucecitas destellaban en las terrazas de los edificios. El regateo con los taxistas que habían de llevarme al barrio de Plaka se sostuvo con mi pobre inglés, pero al final hubo acuerdo. El mediodía llegó y el dios Apolo lograba colarse por las telas que a modo de toldos había instaladas en la puertas de bazares y restaurantes. Me senté a comer de espaldas a la calle sintiendo el rumor y el calor de decenas de personas que deambulaban por los estrechos espacios que mesas, sillas y multitud dejaban expeditos. De repente, un vendedor exclamó algo, su voz se levantó sobre el resto y un escalofrío recorrió mi alma: no estaba donde realmente estaba sino miles de kilómetros más hacia el este.
    El grito me condujo a mi trayecto de los días anteriores. ¿Fueron quizás las cúpulas de san Marco, en Venecia? ¿Fue la exposición de arte bizantino en Corfú? ¿Fue el descubrir en Bari que san Nicolás era de origen turco? ¿O simplemente el regateo por el precio con los taxistas? ¿Qué fue lo que provocó que la llamada de aquel mercader me transportara tan lejos? Sin duda lo pensaré durante un tiempo.
 

 

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