Sonrió
levemente, casi sin querer que se le notara, cuando le di la cantidad de dinero
acordada para los quince días. La estancia en su casa fue parte de mi verano en
la playa: paseos, sol, noches estrelladas y aviones surcando el cielo. Al día
siguiente, con su enorme acento catalán, me propuso que se la comprara.
Demasiado dinero. Una cosa es un alquiler y otra son cientos de miles de euros.
No estoy hecho para acumular casas.
Y
ahora que llegamos al equinoccio, parece que lo estoy viendo con aire
despistado, paseando a su perro por la urbanización que un día sus ancestros
cultivaron, cuando era un campo de
naranjos; es por ello que él quizás conserve cierto aire campesino.
Y es así
como lo rememoro ahora, en un espléndido mediodía del mes de julio, sin
camiseta, caminando sobre el paseo de madera junto a la playa, como queriendo
por fin ligar tras algún desengaño amoroso. Solitario. Yo pasé frente a él con una gorra con visera y
gafas de sol, y a pesar de todo me reconoció. Me cansé del pueblo con mar y es
posible que no regrese más. Tal vez por eso acuda más vivo ese recuerdo de
un tipo que me cayó bien y al que ahora, mientras espero la lluvia de otoño, le
dedico unas líneas en este blog.
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