sábado, 22 de junio de 2019

Expedición hacia el interior

    Decía Jacques Lacan que la peor lengua para realizar el psicoanálisis era el inglés. Hoy en día esa afirmación puede sonar a tantas otras que el siglo XX produjo de forma gratuita.
    Las Erinias eran unas deidades de la antigua Grecia que perseguían especialmente a los que cometían un crimen en el seno de la familia: castigaron con la esquizofrenia y el insomnio a Orestes cuando mató a su madre, Clitemnestra.
     El adjetivo que más se usa para Ulises, el héroe de la Odisea, es talasífronos; literalmente el que tiene entendimiento o mantiene la calma cuando padece.
     Voy a permitirme contradecir a Lacan: James Joyce realizó con la escritura del Ulises un profundo psicoanálisis, no solo personal sino también del hombre contemporáneo, previo a la época de internet (pues los matices de nuestra interioridad han mutado con las nuevas tecnologías, ya no somos los mismos sujetos que los de antaño).
     Siguiendo el hilo del médico psiquiatra, si algún día pudiera elegir una lengua para adentrarme en el psicoanálisis, elegiría sin duda el griego clásico.
    Cuando en el cielo azul del verano, tumbado sobre la arena de la playa, veo las líneas blancas que los aviones dejan en el aire, me gustan las que sugieren la letra alfa. Pienso entonces en la palabra anábasis, que significa “subida, ascensión, expedición hacia el interior”: ¿De dónde?, ¿Del territorio o de uno mismo?, ¿De un lugar real o de uno figurado?
     Y así me inicio en el viaje interior que, como muchos saben, es el único en el que vale la pena aventurarse.

jueves, 2 de mayo de 2019

La espera

    Cualquiera debería poder decir: “estuve cinco días de abril en la Provenza”. Cuando el grupo abandonaba la Place de la République de Arlés en dirección al anfiteatro romano, un transeúnte me interpeló para preguntarme si yo era el guía; “no exactamente”, le respondí. 
    Tras alabar el monumento de su ciudad comparándolo con el de Nîmes, la última nube que había en el cielo dejó por fin salir el sol y el arlesiano concluyó su argumentación diciendo que el anfiteatro de Arlés era “plus flamboyant”, más vistoso, más llamativo. Me despidió con un gentil saludo y me invitó a que yo reflexionara si él decía la verdad o tenía razón.
    Me senté en lo más alto de las gradas romanas y vi a lo lejos los pinos, cipreses y olivos que nos habían de acompañar durante el trayecto hasta Marsella. El adjetivo “flamboyant” seguía flotando en el aire.
    Llegamos a la zona del viejo puerto sobre las cuatro y media de la tarde. Parecía que la tormenta del camino se alejaba por fin y, un hecho banal, como pudiera ser la larga espera que el grupo tuvo que realizar porque hacía dos horas que habíamos comido y todo el mundo necesitaba ir al aseo, me permitió sentarme en las escalinatas de la catedral sin un compromiso inminente: ante mí la bahía y por fin, otra vez el mar azul.
    La amable conversación con la anciana dama que unos minutos antes nos había explicado cómo funcionaban los aseos públicos de Marsella, el hecho de que me preguntara si yo trabajaba en un centro de actividades culturales y deportivas de la ciudad; el acento árabe al hablar francés de otros caminantes a los que pregunté antes de encontrar los aseos, seguido por una masa de adolescentes en apuros. Los que jugaban a la petanca nos decían que nos metiéramos en la catedral mientras alzaban los hombros: todo ello provocó en mí una cierta ensoñación cuando pude relajarme, una vez las chicas y los chicos hacían sus necesidades. E iba para largo, pues tenían que entrar en el habitáculo en grupos de tres o cuatro, ya que cada vez que la puerta se abría, el mecanismo de limpieza duraba unos cinco minutos. 
    El guía de verdad estaba exasperado por todo el tiempo que estábamos perdiendo y todas las cosas que íbamos a dejar de ver. Llegó incluso a discutir con una de las jóvenes y pude escuchar alguna palabra malsonante entre ellos.
    Y en esa bahía y en esa gente amable del sur, un tanto indolente, creí reconocerme una vez más, mientras en una nube se podía leer con letras bien claras: flamboyant.

martes, 2 de abril de 2019

La sábana

     Cansado y ajado por los años como estoy, he pedido a mi mujer que saque una sábana para ti. Está doblada en una silla a la entrada de casa, hoy que llueve sobre esta reseca tierra como antaño nevó sobre la Irlanda de Dublineses.
     Esa tela me arropó en su día, y en las noches de verano noté su tacto suave que ahora te acompañará en la eternidad, mi gran antagonista. Todo lo que tú no supiste realizar se quedó suspendido en el aire para que otro lo tomara y, si en aquel lejano tiempo de la juventud imaginé como Aquiles respecto a Héctor, que no todo te tendría que salir bien, que yo tendría una oportunidad, jamás atisbé un final así: ni tu mujer ni tus hijos irán a despedirte; ni siquiera ese cuñado, que en nombre de la moral siempre denunció a sus adversarios políticos, tendrá un postrero gesto de humanidad para ti.
     Guarda tranquilo la pulsera que alguien me pidió que retirara de tu muñeca, ni yo ni nadie perpetrará esa vileza: con ella podrás pagar al barquero que te conduzca al otro lado de la laguna.
     Esta gris claridad da un tono inesperado a la plegada sábana, que ahora contemplo, atónito. Mientras tanto, cae la lluvia “lánguidamente, sobre todos los vivos y los muertos.”

viernes, 8 de febrero de 2019

Negra noche


      “Los vientos soplarán flojos de componente sur por la mañana, tendiendo a rolar a oeste por la tarde, cuando aumentarán a moderados en el tercio norte."
                                                                                                       Faro de Vigo

      Como indica la nota del periódico, en pleno invierno el viento puede rolar a oeste y encontrarte en mitad de la noche con la sensación de que la primavera ya está ahí: verás altas sobre el poniente las estrellas de Géminis, brillando nítidas, y hacia el este se asomará Virgo. Todo será curiosamente un poco más cálido.
      El viento golpeará en las persianas y, de madrugada, te levantarás agitado pensando que alguien ha llamado a la puerta. Descalzo te encontrarás, sin saber cómo, en mitad del pasillo y comprobarás que por la rendija de debajo de la puerta no hay luz. No obstante te acercarás al umbral y casi pegarás tu mejilla a la madera para susurrar: “¿Eres tú?” 
    Y mejor que no sea ella porque de serlo no iba a venir igual que como tú la conociste, ya no reiría y no consentiría, ni aunque se lo pidieras, dejarse el pelo suelto. Vendría con sus obsesiones y quién sabe si reproches de llevar esa vida en la que no se reconoce.
      Atónito de haberte dado cuenta de esa verdad, retrocederás sobre tus pasos, tus pies, fríos. Pero a pesar de todo agradecerás a la negra noche el haberte traído ese ensueño, esa figura becqueriana que en el fondo echabas tanto de menos y que, por unos segundos, habrás creído real.