Agosto me sorprendió en
Tierras de Medina, cruzando la autovía del noroeste, que vista desde
un mirador es la perfecta metáfora de una invitación al viaje.
Pasé por la puerta de
una papelería y distinguí sobre la mesa de madera, de esa cuya textura recuerda al coro de una catedral, la lista de periódicos del día.
Una blanca luz de plafón de techo caía sobre la vendedora que,
distraída, ojeaba una revista.
Fingí que no existía
internet y que el valor de una cosa era el local, y así como cuando
era adolescente y viajaba con mi familia a Andalucía y compraba el
Ideal de Granada o el Sur de Málaga, accedía a un
mundo y a unas gentes de las que ya no sabría nada cuando regresara
a mi ciudad de origen.
Preso de un arrebato, adquirí El Norte de
Castilla, donde en su día
escribiera Miguel Delibes.
Me
encaminé paseando hacia lo alto del Castillo de la Mota, y allí, a
la sombra de un pino centenario, abrí el periódico y comencé su
lectura. La tarde caía amarilla sobre los campos segados de trigo.
Alguien a mi lado comentó que aquel paisaje le recordaba la escena
de la película Mientras dure la guerra, en
que Unamuno y su discípulo discuten sobre España a las afueras de
Salamanca.
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