¿Cómo serán dentro de veinte años las bibliotecas de los jóvenes que hoy tienen dieciocho?
¿No existirán en papel, quizás? ¿Estarán guardadas en un dispositivo móvil? ¿Nadie añorará subrayar y anotar con un lápiz?
Sea como fuere, a mí el tiempo y el espacio se me han echado encima y he tenido que donar una parte de la mía, que sé que no releeré y de cuyo lugar necesito para seguir renovándome lo que me quede por vivir.
Llené un carrito de la compra y me dirigí a la librería que acepta donaciones.
Me recibió una señora de mediana edad que pareció encantada con mi presencia y con la cantidad de libros que aportaba.
Me pidió que la acompañara y salimos a la calle para dirigirnos a un local anexo: profundo, lleno de volúmenes y de estanterías hasta el infinito. Me sentí aliviado, pues en un principio pensé que existiría alguna dificultad y que tendría que regresar con el carrito y el calor hasta casa.
Entre los dos los fuimos sacando y contando. Anotaron mi DNI en un ordenador para todo lo relativo a Hacienda y a donaciones.
Cuando me dijo que ya estaba todo listo, me entró una cierta congoja y le comenté que en el fondo me daba mucha pena despedirme de ellos, pero que por las razones que he expuesto más arriba me veía obligado a ello.
Ella me consoló con una amplia y sincera sonrisa, como si yo fuera un niño pequeño, y me respondió: “van a tener una segunda vida y además van a generar un dinero que va a ser útil en muchos sitios”. Le agradecí esas palabras de corazón.
Cuando salí de nuevo a la calle desde el interior de aquel lugar, que ahora desde fuera me parecía irreal, una sensación de pérdida inundó el bulevar por el que circulaban, indiferentes ante mi pena, coches y personas.
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