Solo
quedaban visitas en francés. La guía me dijo que me podía ir tranquilamente al
aseo, que me esperaría; pero valorando los antecedentes habidos en la isla
decidí darme prisa. Cuando regresé de los aseos ya no había nadie en el hall,
así que subí las enormes escalinatas del Teatro Massimo y encontré al grupo en
el vestíbulo del primer piso.
Y otra vez, sin quererlo, el Príncipe di Salina acompañó
mis pensamientos: esta vez fue la escena del baile, en que Don Fabrizio
estrecha a Concetta ante la celosa mirada de su sobrino Tancredi.
Cuando llegamos al palco real, la guía nos contó que casi
siempre quedaba vacío, pues no se podían alquilar localidades sueltas, había
que reservarlo entero y su precio era tres mil euros.
Regresé caminando al hotel y la Via Vittorio Emanuele
estaba colapsada por un tráfico que, a simple vista, parecía inútil; tan inútil
como nos resulta todo lo que vemos desde fuera y no nos toca ni nos afecta.
En Londres, probablemente, hubieran alquilado ese palco
por minutos. Pero en Palermo, vida, tiempo y belleza se derrochan como si
sobrara de todo ello y una visión distinta del mundo cala en el viajero cuando,
desde la mesa de trabajo frente a la que siempre acaba sentado, contempla
admirado todo lo que ha dejado atrás.
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