A
lo lejos, suspendida entre las nubes, la mole de Erice; prácticamente invisible
en las alturas. El mar de Trapani daba al norte. A mediodía, cuando llegué a la
fortaleza sobre el Tirreno desde la que se divisaba la ciudad, tuve la
sensación de que el viaje había llegado al ecuador. Ese sería el punto más
occidental de la isla que había de tocar, desde allí ya sólo quedaba un lento
regreso a Palermo, y después, a casa.
Comí frente a la catedral de san Lorenzo, de fachada barroca, orgullosa de ser del sur. Después de haber sopesado el menú de carne o de pescado, me incliné por el primero.
Comí frente a la catedral de san Lorenzo, de fachada barroca, orgullosa de ser del sur. Después de haber sopesado el menú de carne o de pescado, me incliné por el primero.
Mientras esperaba el segundo plato y saboreaba la cerveza artesanal
que me habían servido, casi noté la presencia física del mar, sentado detrás de
mí. El aire fresco, o más bien frío, me obligó a ponerme una chaqueta. Pregunté
a la camarera que cómo era posible que todos los monumentos estuvieran cerrados,
especialmente la catedral. Respondió que solo la abrían para la misa, como si
no hubiera más motivos para entrar en ella que el culto religioso.
El reloj de
un hermoso edificio marcaba las dos menos veinte y el mar seguía allí, a mis
espaldas, abismal y azul. Así era la primavera en Sicilia, tanto tiempo
anhelada.
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