Cualquier capital europea dispone de una
red de cercanías que la hace accesible en unos cien kilómetros a la redonda. Cuanto
más rápido hagamos las cosas, más tareas podremos realizar. Este parece ser el
signo de los tiempos.
El
último sábado de abril probé a ir en tren desde Palermo a Trapani. Después de haberme mandado de una ventanilla a otra, un
uniformado empleado delle ferrovie italiane me imprimió amablemente los
horarios entre ambas ciudades: "¡tres horas y cuarenta y cinco minutos
para recorrer cien kilómetros!", exclamé extrañado cuando me señaló el
primer tren que podía tomar. "Es cierto que tarda un poco, pero un turista
como usted, sin duda, podrá apreciar todo el recorrido tranquilamente."
Recordé
aquella escena de Il gattopardo en
que Chevalley, llegado desde Turín anima al Príncipe di Salina a ser senador y
defender los intereses de Sicilia. El príncipe, indolente, rechaza la propuesta
con vagos conceptos sobre la voluptuosa inmovilidad del paisaje que hace que
sus habitantes se consideren dioses. El único deseo que parece habitar en ellos
es el de la muerte.
Cuando
salí de la Estación Central en busca de un autobús que me llevara más rápido a
mi destino, un cartel electoral me recordó que no debía estresarme:
"Europeos sí, pero no alemanes".
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