viernes, 11 de noviembre de 2016

Rüya y Marianne

    ¿Puede realmente pedirte un libro que lo leas? Esa es la sensación que me queda cuando a principios de otoño no pude sino retirar suavemente de la estantería El libro negro de Pamuk, sostenerlo entre las manos, ponerme las gafas, sentarme en el sillón y empezar a deambular por las calles de Estambul, que tantas coincidencias sugiere con respecto a mi ciudad natal y que, una vez más, me plantea la cuestión de esta identidad europea que tan sumisamente hemos adquirido.
    El protagonista busca sin éxito durante toda la novela a Rüya, su amada prima que un día de la lejana adolescencia llegó desde el Magreb a Estambul y hace apenas unas horas se ha marchado de casa inesperadamente.
    Estambul y las luminosas islas del Egeo parecen confundirse ahora. Hace pocos días escuché a ese poeta, ajado por los años, que afirmaba que se encontraba dispuesto para la partida, para reunirse por fin con su musa, con esa imagen de la juventud tantas veces evocada.
    Quizás el libro me preparaba para la fría mañana de hoy en que, escuchando So long Marianne a bordo de un autobús que cruza el puente de Gálata, comprendiera que Rüya y Marianne son, en definitiva, la misma mujer.

viernes, 21 de octubre de 2016

Encender el fuego

    Debido al clima tropical que nos asola no recordaba cuándo fue la última vez que me puse una camisa, supongo que allá por el mes de abril. Han pasado seis meses. Esta semana ha llovido y ha refrescado y en el aula hemos tenido que cerrar las ventanas.
    La clase de la que voy a hablaros transcurrió con sus normales altibajos, hasta que casi al final propuse una redacción. Traje unos diccionarios. De repente, el silencio. Los alumnos se pusieron inmediatamente a buscar las palabras que les faltaban para completar una frase o argumentar una idea.
    Me conmovió el hecho de verlos asomados a un libro impreso, no a una pantallita tenuemente iluminada tecleando cualquier estupidez. Pasaban las páginas interesados. Fue un gesto mínimo pero revelador. Tras la ventana llovía y el cielo estaba gris. Me pareció que vivíamos en otro país, o quizás en otra época y me acordé de las frases del filósofo que afirma que quienes nos sucedan no sabrán salir de un apuro porque se perderán en el bosque al que iban sus antepasados. Habrán olvidado también las oraciones que les enseñaron y no tendrán la menor idea de encender el fuego purificador.
    Todavía hay esperanza. Mientras escribo estas líneas con bolígrafo sobre una hoja en blanco antes de pasarlas al ordenador, los veo afanados y pienso que quizás sí sepan.

viernes, 8 de julio de 2016

El lector que nunca disparó

     Cuando ascendí del parking la luz del mediodía de verano me cegó unos instantes pero frente a mí distinguí la esbelta y blanca silueta del antiguo edificio del Casino, su arquitectura modernista y sus espigadas columnas coronadas por arcos de estilo árabe. Los toldos ligeramente caídos, flameando ante la leve brisa marina.
    Me acordé de mi abuelo, sentado en la cocina de una ciudad lejana, con su vaso de vino encima de la mesa y de aquella historia del falangista que llegó herido tras la guerra pero que a él le confesó que, en realidad, ni era falangista ni nada, que pasó los últimos meses del conflicto escondido en un sótano de Madrid estudiando el papel que representaría cuando acabara todo, de cómo convertiría aquella cojera suya en herida de guerra.
    Imagino aquel hombre que utilizó el contrabando para traer a España el Aleph de Borges en 1949, apenas publicado en Argentina. Otra de sus tantas imposturas.
    Y lo veo sentado, triunfante, en la terraza del Casino, un día de verano como este, hojeando el volumen recién extraído del paquete, con la conciencia tranquila de no haber pegado un solo tiro en la guerra, mientras un camarero todo vestido de blanco le sirve un café en la hora de la siesta.
    Ahora camina por la playa, ha dejado su camisa azul doblada junto a las rocas, y repite de memoria frases del relato La casa de Asterión, en el que Borges hace hablar al Minotauro: “Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande;...”

 
 

miércoles, 13 de abril de 2016

Libros y estrellas


"El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento".
Albert Camus
      Es bonito regresar después de mucho tiempo, cuando ni siquiera el perro del anciano te reconoce. Moverte por las viejas calles como un extranjero, libre de cualquier mirada que te pudiera relacionar con el lugar en que naciste.
      En aquel destartalado pueblo junto al mar era difícil conseguir ese libro por el que sentías curiosidad, quizás escuchado en algún programa de radio o aconsejado por un profesor. La librera era una mujer desaliñada que apuntaba de mala gana las referencias; y el encargo, o no llegaba nunca, o tardaba tanto en llegar que cuando lo tenías entre tus manos ya habías perdido el enamoramiento del primer anhelo.
      Cada vez que en los últimos tiempos visito ese pueblo arrasado por el cemento al que alguien robó la belleza y algo más, me emociona entrar en la suntuosa librería que una franquicia de ámbito nacional ha instalado. Dependientes con uniforme informal, suelo enmoquetado, luz tenue y cálida en cada estantería dividida por temas. Me asombra ver tan cerca de donde habitaba aquella desaliñada mujer, libros de la cuidada editorial El Acantilado, toda la nueva y colorida colección de bolsillo de Alianza Editorial, la solemnidad del negro de Cátedra, las novedades de Alfaguara... En el apartado de papelería, libretas para tomar notas con motivos árabes.
      La imaginación se toma la revancha y pienso en la edad que tendría si no tuviera los años que realmente tengo y no hubiera visto las cosas que he visto. Es entonces cuando me veo otra vez como estudiante de instituto y puedo elegir el libro que me da la gana sin darle explicaciones a nadie. Recorro maravillado los estantes y anoto en esa preciosa libreta todas las novelas o poesías que leeré en esas fantásticas noches de verano, en esa especie de buhardilla que daba a una terraza desde la que se veían todas las estrellas.