Esta vez no lo hice público. Visto el éxito del año pasado, parece que a nadie le interesa ver un cometa. Su nombre de pila es Lemmon y el pasado octubre pasó ante nuestros ojos camino del Sol para no regresar hasta dentro de 1.350 años.
Subí a la terraza, y cuando el crepúsculo dio paso a la oscuridad, me senté apoyado en la pared para sostener mejor los prismáticos, y ahí estaba (a pesar de la contaminación lumínica que supone estar en medio de la ciudad) una mancha verde y borrosa, fugaz, huidiza, pero visible; al sureste de la estrella Arturo, la más brillante de la constelación del Boyero. Me sentí reconfortado, he de confesarlo, no sé muy bien por qué, quizás por la audacia y la capacidad de orientación para encontrarlo. Esos pequeños logros siempre me motivan y me alejan de las tareas cotidianas, habitualmente mucho más fáciles y aburridas.
La Infancia (sí, con mayúscula), al igual que los cometas, pasa breve tiempo alrededor del Sol y luego huye por un lado del campo gravitatorio de la estrella hacia el interior de la Galaxia, en este caso para no volver jamás.
Sentados a la mesa escuché a un padre contar, mientras su hija, estudiante de Bachillerato, lo miraba aburrida y exhausta de sus gracias infinitas, cómo un día la llevó al Cirque du Soleil y subieron a una mujer pequeña en un globo aerostático, y el aparato subió y se movió por el interior de la bóveda gigante de la carpa del circo, y la entonces niña gritaba junto a sus padres: “¡Valentina, Valentina!”, así se llamaba la tripulante.
“Va-leen-tíi-na”, recitaba la voz del padre, casi como un tenor en mitad del salón, en el cual el resto de comensales habían callado hacía tiempo ante su incontinencia verbal; y al ver sus ojos anhelantes de aquella lejana ilusión, de ese globo en las alturas, su mirada se me representó la misma de Orfeo, cuando por última vez contempló a Eurídice.